sábado, 21 de noviembre de 2009

Mi padre, el señor cura

"La cuestión no es la virtud de la compasión sino más

bien el secretismo al servicio del poder y del control"

“Sex, Priests, and Power: Anatomy of a Crisis”, A. W. Richard Sipe (1995)


La fotografía que encabeza este artículo requiere una explicación, pues no ilustra nada sino se conocen a los personajes de la reciente tragicomedia que el NY Times ha divulgado. Una mujer (Pat Bond) carga a su hijo Nathaniel ante la pila bautismal. Vemos cómo con gesto dedicado el padre Henry Willenborg, sacerdote católico, le aplica el sacramento a quien no por extraña coincidencia es también su hijo. No podría decirse que en el rostro de Willenborg la falsía o la vergüenza sean alguna de las emociones que podrían estarlo conmoviendo en esos instantes; pareciera que nada importante estuviera ocurriendo en ese momento en que la cámara ha hecho eterna la hipocresía del religioso. Lo más benigno que podrá decirse de él es que no dejó de cumplir con su deber (cuando menos éste, el de dar sacramentos). No obstante, la foto y otras decenas más, así como documentos, correspondencia entre la orden franciscana y la madre de Nathaniel, tanto como lo actuado a nivel judicial ilustran bien la veintena de años que el secreto estuvo guardado hasta que la neoplasia cerebral del muchacho y la negativa de los franciscanos a seguir sufragando los gastos de su tratamiento obligaron a la madre a denunciar la situación a la prensa.

Podrá el lector suspicaz detener en este momento su lectura y suponer que es uno más de los casos que se conocen existen en todo lugar y tiempo en que el solapado catolicismo ha estado presente con su doble mensaje y no dejaría de estar descaminado. Lo ilustrativo del presente es que permite observar la conducta de este singular grupo humano, sedicente rector de la moralidad mundial, tanto al nivel de quien trasgrede sus principios como de quienes están obligados a requerir del trasgresor una modificación de su proceder. Es ilustrativo porque no es un hecho aislado, es una constante de la que además habría que buscar cuáles son los resortes mentales que hacen posible que estos individuos sigan dirigiendo los destinos de esta confesión sin que encuentren la menor oposición de parte de su obediente grey por malsanos que sean los hechos perpetrados por estos actores. Ciertamente en todas partes se cuecen habas y la insistencia nuestra en este tipo de denuncias tiene poco que ver con un anti-catolicismo a ultranza y más con otros hechos: siendo la religión católica la de mejor organización mundial así como la de mayor proselitismo por una parte, así como la que más intensamente censura la conducta sexual del hombre contemporáneo desde un punto de vista doctrinario, por otra, es lógico que estén expuestos a un amplio escrutinio e interés por parte de quienes disienten con sus prácticas o que las encuentran irreales o francamente alienantes sus dictados sociales y se atreven a cuestionarlas o a exigir su incumplimiento por hombres y mujeres dotados de la racionalidad suficiente como para decirle no al Vaticano.

Vayamos a la historia que nos ocupa. Hace 25 años en Illinois, Pat Bond, quien pasaba por un matrimonio en crisis acude a un retiro espiritual en busca de ayuda. El sacerdote que dirigía el retiro, Willenborg, logra seducirla y precipitar con este hecho la disolución del matrimonio a través de un divorcio. La relación entre Henry y Pat se hace más intensa, llegando como producto de la misma a quedar ella en estado de gestación, que finalmente pierde espontáneamente para alivio del sacerdote quien le había sugerido a su pareja –quien escuchó atónita la propuesta- la solución más apropiada para él, abortar. Los superiores de Willenborg ya teniendo conocimiento de la situación le permiten continuar en su puesto de rector del seminario de Quincy, Illinois, en donde continuaba enseñando acerca de las bondades del celibato a futuros sacerdotes. Mientras tanto la pareja en la intimidad continuaba desarrollando una vida marital con todas sus implicancias; es así como nace Nathaniel, el hijo del sacerdote. Los franciscanos le recomendaron diera a su hijo en adopción, a lo que la señora Bond con todo derecho se negó. Desde entonces la relación entre la curia y Pat Bond ha sido sobre todo por parte de los primeros la de enemigos legales: a cambio de un acuerdo de confidencialidad ellos se comprometerían a pagar 350 dólares mensuales hasta que Nathaniel cumpliera 18 años de edad, lo que en suma le ha salido costando a los franciscanos alrededor de 85 mil dólares.

A pesar de la situación y de los compromisos a los que Willenborg se obligaba a cumplir con sus superiores, la pareja continuó frecuentándose en los 8 meses que siguieron al nacimiento de su hijo. Una situación imprevista obligó a los franciscanos a actuar de una manera determinante: cierta noche una joven y airada mujer se presenta a la casa de Pat confesándole que el sacerdote y ella tenían una relación de años, la que había comenzado en sus días de colegiala. Este hecho fue definitivo, el sacerdote fue enviado a un centro terapéutico en New Mexico, dirigido por la congregación para albergar a otros que como él tenían problemas sexuales o adictivos. Tras los siete meses de su confinación en ese centro y tras su “alta” la pareja volvió a tener actividad sexual. El padre Willenborg es tajante al respecto de sus superiores: nunca lo disciplinaron, nunca le propusieron que dejara la vida eclesiástica; antes bien se le envió a New Orleans a trabajar con pacientes con SIDA y luego a la provincia curial de St. Louis a supervisar la “formación espiritual” de los futuros sacerdotes. Desde entonces el sacerdote perdió el contacto con su hijo, a quien sólo volvió a ver cuando cumplió 13 años: Nathaniel estaba tan excitado emocionalmente por conocer a su padre biológico que le insistió a su madre lo llevara a cortarse el cabello deseoso de presentarse bien ante éste. Willenborg no tuvo mejor idea que llevarlo a comer en alguna de las tiendas McDonald y luego al cine para ver juntos “Lo que quieren las mujeres”. El joven recuerda que no conversaron ni en esa ni en otra ocasión y nunca más lo visitó a pesar de vivir a 15 minutos uno del otro. Los franciscanos se resistieron a aceptar el pedido de la mujer de que se sufragaran los gastos de enviar a Nat a la universidad y fueron a litigio: la prueba de ADN fue determinante, no había lugar a dudas de que el sacerdote era su padre. Luego de meses de enfrentamiento legal, la orden aceptó el pago de los costos de estudiar en la universidad así como un adicional de 586 dólares mensuales hasta que el muchacho cumpliera 21 años. Fue en el segundo año de estudios que experimenta los síntomas de lo que luego se sabría era una neoplasia cerebral. Un nuevo compromiso por el cual los franciscanos pagarían el 50% de cualquier gasto “extraordinario” en quimioterapia u otro tratamiento se dispuso entre las partes. Lamentablemente la neoplasia era recidivante, lo que obligó a la familia a adherirse a un protocolo con una droga experimental. Hasta aquí llegó el compromiso franciscano, mostrando desde entonces su renuencia a dar ayuda en lo que la familia pedía -los gastos de alojamiento- pues el protocolo de investigación se efectuaba en el estado de New York. Múltiples cartas sin respuesta por parte de los franciscanos y su negativa final a continuar con la ayuda fueron los determinantes de que esta noticia saltara a la primera plana del influyente New York Times.

La respuesta de los franciscanos fue inmediata: el obispo Peter Christensen quien dirige la diócesis de Superior, Wisconsin, donde labora Willenborg, lo suspende de sus deberes parroquiales argumentando que había inducido a una mujer a provocarse un aborto y que había actuado sexualmente contra una menor de edad. Cuesta trabajo creer que el superior ignorase todos estos detalles de un subordinado suyo con tan alto poder de conflictividad para su orden como los que enarbolaba Henry Willenborg; pareciera un ataque súbito de moralidad de quien conocedor de su falta como superior pretende subsanarla castigando tardíamente a un infractor a quien se había permitido la actuación de su libérrimo albedrío mientras no trascendieran sus consecuencias a los medios. No cabe dudas del ejemplar sentido común en lo político que manejan los sacerdotes franciscanos: algunos llamarían a esto oportunismo.


La conducta de Henry Willenborg, aunque resulte moralmente inaceptable requiere una explicación de sus condicionantes sociales y psicológicos. Algunos aportes como los sugeridos por A. W. Richard Sipe (2003) en su libro Celibacy in crisis: a secret world visited, pp 50-51, pueden sugerir algunas respuestas. Sipe llega a afirmar, dada su experiencia como psicoterapeuta y ex-sacerdote benedictino, que la conducta propiamente célibe dentro de la curia eclesiástica es más bien la excepción que la regla: sólo un 2% de la población de su estudio cumple con la definición de celibato sensu stricto, 8% ha consolidado esa práctica luego de una serie de intentos, más allá de un punto en el que ya no podrían retroceder, 40 % practica el celibato aunque no en forma consolidada (Sipe no ofrece datos objetivos para la determinación de ese punto de corte con respecto a la consolidación de su conducta sexual). El restante 50% tiene una práctica sexual actual de los cuales 30% se involucran en relaciones heterosexuales, 15 % en relaciones homosexuales y 5% en conductas sexuales problemáticas tales como trasvestismo fetichista, exhibicionismo, y algunas adicciones sexuales como la masturbación compulsiva o el consumo de pornografía. Podrá ser esta constatación la explicación de tan recia oposición a asumir una conducta más sensata que aquella en la que viven los sacerdotes por imposición de una jerarquía que vive de espaldas a la realidad en este como en otros temas ? Ese 2% al que se refiere Sipe podría corresponderse con las cifras de orientación asexual existente en una población elegida al azar, lo cual quitaría todo mérito a su elección, pues no costaría el más mínimo esfuerzo su práctica ? Las respuestas tomarán aún tiempo dada la actitud secretista con la que se manejan los problemas desde el Vaticano hacia abajo en cuestión de jerarquías.

Si supiéramos la realidad de lo que se cocina en esa olla de grillos en la que Roma debe convertirse en algunas ocasiones con temas tales como la pederastia, el falseado e impracticable celibato, la intemperancia con respecto a la anticoncepción, y otros tantos (qué explicación psicológica existirá para personas cuya principal actividad inquisidora tiene que ver con lo sexual); si lo supiéramos –insisto-- probablemente perderíamos algo del inútil respeto que aún conservan gracias a la ingenuidad de la opinión pública mundial, pero obtendríamos un entendimiento cabal de estas personas que están lejos de ser intermediarios de la divinidad y que yerran como nosotros, los que sólo queremos ser simplemente humanos. Probablemente tendrían que aceptar algunos sanos consejos de quienes tenemos experiencia sexual no vergonzante ni practicamos una vida llena de vacía duplicidad como la de Henry Willenborg. Tal vez así este sacerdote hubiera hecho menos daño con el insensato cumplimiento de un deber sacerdotal que pretería al primero que preconizan, el de amar a sus semejantes: ¡y qué mayor semejante que nuestros propios hijos!

Guillermo Ladd